El aire quemaba al respirar. Un hedor espeso de carne calcinada se aferraba a la piel, al cabello, a cada resquicio de su ropa. Kael avanzó entre los restos del pueblo, pisando madera carbonizada, cenizas aún tibias. Su mano temblorosa apartó una viga caída, pero debajo no había más que escombros ennegrecidos.
Todo estaba en ruinas.
Las murallas habían sido destrozadas. No rotas por la fuerza bruta de bestias irracionales, sino por un ataque preciso, como si hubieran sabido exactamente dónde golpear. Kael tragó saliva. Eso no era normal.
Las criaturas nunca atacaban así.
Un escalofrío recorrió su espalda al recordar lo que había visto anoche, lo que aún le ardía en la memoria como una marca al rojo vivo.
Primero fue el silencio. Un silencio extra?o, antinatural. Incluso los insectos parecían haberse callado cuando la niebla comenzó a descender entre los árboles. Luego, los ojos.
Puntos rojizos brillando en la oscuridad. Muchos. Demasiados.
Kael estaba en casa cuando sonó la campana de alarma. Corrió afuera y vio a su padre en la plaza, reuniendo a los hombres del pueblo. Espadas y lanzas temblaban en sus manos. No eran soldados, solo granjeros y comerciantes con la esperanza de que las murallas resistieran.
Pero entonces las sombras comenzaron a moverse.
Las criaturas no se abalanzaron de inmediato. Se deslizaban entre la bruma, rodeando el pueblo, probando los límites. Algunas trepaban las casas con un movimiento fluido, felino, sus garras dejando surcos profundos en la madera. Sus cuerpos eran esbeltos, alargados, de piel oscura como la noche, pero lo que los hacía verdaderamente aterradores eran sus bocas. No tenían labios, solo filas de dientes irregulares que se curvaban hacia afuera, palpitando como si esperaran saborear la carne antes de morderla.
Y esperaban.
No rugían, no gru?ían como los depredadores comunes. Eran pacientes. Coordinados. Demasiado coordinados.
Luego, una figura emergió entre ellos.
Kael no pudo verla bien. Solo una silueta alta, envuelta en sombras, como si la noche misma la ocultara. No tenía ojos visibles, pero las criaturas se alineaban a su alrededor como si aguardaran órdenes. Y cuando la figura alzó una mano —o algo que parecía una mano—, el ataque comenzó.
Las bestias no se dispersaron ni cazaron al azar. Fueron directo a los combatientes. La empalizada cedió en segundos, y el pueblo entero se convirtió en un grito.
Kael vio a su padre cortar a una de las criaturas. Su espada se hundió en la carne oscura, pero la bestia no gritó. Solo lo miró con esos ojos carmesí y lo atacó con más fuerza.
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Después, sangre.
Su padre tambaleándose. Un brazo desgarrado, una garra enterrada en su abdomen. La última mirada que le dirigió.
—?Corre!
Pero sus piernas no se movieron.
Gritos, fuego, humo negro envolviéndolo todo. Las sombras se mezclaban con las llamas y la figura en la distancia seguía allí, inmóvil, observando. Dirigiendo.
Kael no sabía cuándo había caído. Solo recordaba el dolor en su costado, el suelo frío y el sonido de su propia respiración acelerada. Luego, oscuridad.
Y ahora, estaba aquí.
El pueblo ya no existía. Solo cenizas, cuerpos dispersos y unos pocos sobrevivientes vagando sin rumbo. Kael se llevó una mano al pecho, sintiendo el colgante de su familia, ennegrecido por el fuego.
Los demás lo miraban de reojo, pero nadie se acercaba. Nadie le habló. No hacía falta. Todos los suyos habían muerto y él era el único que quedaba.
Un nudo se formó en su garganta. Sus pies avanzaron por inercia.
En la distancia, las torres de la ciudad seguían en pie. La Academia.
Si el nombre de su familia iba a ser olvidado, entonces él lo reconstruiría con sus propias manos.
El camino se hacía más difícil con cada paso. El polvo se adhería a su ropa, y el hambre le retorcía el estómago. Había pasado días caminando, siguiendo la ruta de los comerciantes hacia la ciudad. No tenía comida ni agua, solo lo que había logrado tomar antes de abandonar las ruinas.
Pero cuando trató de ajustar la correa de su bolsa, sintió algo extra?o. Era más ligera de lo que recordaba.
Frunció el ce?o y la abrió, esperando ver los pocos víveres que le quedaban. En su lugar, solo encontró vacío.
La dejó caer con el corazón latiéndole en los oídos. Revisó el suelo, buscó a su alrededor. Nada. Todo lo que había guardado… había desaparecido.
No. Algo no estaba bien.
Extendió la mano, como si instintivamente supiera lo que debía hacer. Un pensamiento cruzó su mente. Y antes de que pudiera procesarlo, sintió cómo su propia voluntad jalaba algo del vacío.
De la nada, una de sus provisiones apareció en su palma.
El aire se le atascó en los pulmones.
Se quedó mirando el pedazo de pan con los ojos abiertos, esperando que desapareciera, que todo hubiera sido una ilusión. Pero ahí estaba. Real.
Era una habilidad.
La comprensión lo golpeó como un golpe en el pecho. No era fuerte, no era rápida, no era algo que pudiera cambiar su destino. Pero era suya.
El cansancio quedó relegado por la necesidad de entender lo que había despertado en él. Durante el resto del camino, experimentó con ella. Guardaba y sacaba cosas una y otra vez, comprobando los límites de su extra?a nueva capacidad.
Así fue como llegó a la ciudad.
Cubierto de polvo, con la ropa hecha jirones y con un poder que no sabía si agradecer o maldecir.
Y antes de que pudiera entender qué significaba para él, la realidad de su nueva vida lo golpeó con fuerza:
Si Bolsa Dimensional era su única habilidad, entonces su destino ya estaba sellado.