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Entre lo macabro y lo raro

  La molestia seguía latente en Nahuel. Sus manos apretaban con fuerza el volante mientras conducía, el rugido del motor delatando su enojo. Aceleraba con brusquedad, como si intentara escapar de la furia que hervía en su interior. "?Por qué dice eso? ?Es mi herida, no la suya!" Los pensamientos brotaban como gritos, una tormenta que se desbordaba en su mente, cada vez más caótica.

  El sol continuaba hundiéndose en el horizonte, te?ido de tonos rojizos, como si compartiera el fuego que ardía en su pecho. Sumido en sus pensamientos, Nahuel apenas podía escuchar algo más que el tumulto de su propia mente. El ruido exterior era un eco lejano, apagado por el caos interno que lo envolvía.

  En el camino, casi no se percató a tiempo de un cruce peatonal. Con un giro brusco del volante, logró esquivar por poco a las personas que cruzaban, pero el auto comenzó a perder el control. El chirrido de las llantas resonó en el aire, y por un instante, el miedo desplazó su enojo.

  El mundo a su alrededor pareció volverse lento. Cada detalle del paisaje se desdibujaba, salvo la mirada fija de Nahuel, que luchaba por estabilizar el vehículo. Sus manos temblaban sobre el volante mientras su respiración se aceleraba. El corazón, desbocado, le recordaba que, a pesar de todo, aún seguía vivo.

  Logró estabilizar el coche después de unos instantes, pero su cuerpo entero temblaba. Decidió orillarse, buscando un respiro para reflexionar y canalizar la marea de emociones que lo invadía. Su respiración, errática al principio, intentaba encontrar un ritmo mientras el eco de las palabras de Axel seguía resonando en su mente.

  Lo que había dicho le había dolido profundamente, como si hubiera tocado una herida aún sin cerrar. Pero también había algo más: un escalofrío, una inquietud que le erizó la piel. Lentamente, las imágenes de aquella fatídica noche volvieron a su memoria, nítidas y despiadadas.

  Se vio atrapado en el recuerdo: la lluvia cayendo con furia, como si intentara sofocar las llamas que devoraban la casa. Las nubes parecían llorar junto a él, incapaces de apagar el fuego que lo consumía por dentro.

  El recuerdo se volvió cada vez más nítido. Nahuel cerró los ojos y dejó que la memoria lo envolviera.

  Era una noche cargada de presagios. Los truenos resonaban en la distancia, anunciando la llegada de una tormenta. Sus padres, ocupados en el trabajo, lo habían dejado al cuidado de sus abuelos. La casa, cálida y acogedora, estaba decorada con cuadros que parecían contener un toque de magia, como ventanas a otros mundos. Cada uno había sido pintado por su abuelo, Maslum, con un estilo que combinaba realidad y ensue?o.

  En ese momento, Maslum estaba de pie frente a uno de sus cuadros favoritos. Era una acuarela que mostraba un vasto campo de flores vibrantes, extendiéndose hasta un precipicio. Desde allí, la vista parecía alcanzar el horizonte infinito. La mirada de su abuelo estaba perdida en la pintura, como si pudiera atravesarla y estar, por un instante, dentro de ese mundo que él mismo había creado.

  Entusiasmado, Nahuel se acercó a su abuelo. Maslum, inmerso en su pintura, no dejó de trabajar, pero con una mirada que reflejaba algo más que concentración. Sin apartar los ojos del lienzo, le pidió a su esposa, con una voz que apenas se escuchaba, que llevara a Nahuel a la tienda antes de que la lluvia comenzara. Su mirada, sin embargo, era extra?a, como si estuviera ocultando algo.

  Antes de que el cielo estallara en lluvia, Nahuel salió con su abuela. El aire fresco que recorría su rostro le traía una sensación extra?a, un recuerdo olvidado de aquella noche.

  Después de comprar algunas cosas, miraron al horizonte y vieron un humo oscuro que ascendía hasta las nubes, como una sombra que devoraba el cielo. Sin pensarlo, comenzaron a correr con la esperanza de que todo fuera un mal presagio. Pero cuando llegaron, el fuego ya había tomado la casa. Las llamas la envolvían, y su abuelo estaba dentro.

  El tiempo pasó entre la angustia y la confusión. Las llamas finalmente se apagaron, pero la estructura de la casa, aunque aún en pie, se encontraba desquebrajada, como si el fuego hubiera dejado marcas profundas en sus cimientos. Las paredes, ennegrecidas por el humo, seguían firmes, pero su aspecto era frágil, como si el peso de lo sucedido hubiera resquebrajado no solo la casa, sino todo lo que representaba. Los muebles, ahora cubiertos de cenizas, permanecían dispersos, testigos mudos de lo que alguna vez fue un hogar lleno de vida. El aire estaba impregnado con el olor a quemado y desolación, y Nahuel caminaba entre las ruinas con el corazón en la garganta, incapaz de comprender lo que había sucedido.

  Las autoridades, sin encontrar rastros de su abuelo, dieron la noticia con una frialdad inexplicable: Maslum había tomado su propia vida. Nadie pudo darle una razón, pero era la única explicación posible. El incendio no fue un accidente; Maslum, en su desesperación, había decidido poner fin a todo. Esa verdad lo golpeó con fuerza, haciéndolo vacilar en el aire, como si todo lo que conocía se desmoronara de un solo golpe. La idea de que su abuelo, ese hombre sabio y cálido, hubiera llegado a ese extremo, le resultaba incomprensible. Las preguntas no encontraban respuestas, y la explicación oficial, tan directa y dolorosa, dejó un vacío aún más profundo.

  Nahuel no podía aceptar lo que había sucedido. Había algo en la mirada de su abuelo, en ese gesto extra?o al pedirle a su esposa que lo llevara a la tienda, algo que ahora parecía presagio. Como si Maslum hubiera sabido que esa sería su última noche. Pero no podía entenderlo, no podía aceptar que la vida de su abuelo hubiera terminado de esa forma, en un acto tan final y devastador. A pesar de las explicaciones, de las palabras de consuelo de su abuela, un sentimiento de injusticia lo atormentaba. Nadie, ni siquiera él, pudo ver las se?ales que Maslum había dejado, y ahora todo lo que quedaba era un recuerdo distorsionado por el dolor y el arrepentimiento.

  Nahuel abrió los ojos, despertando de aquel recuerdo vivido. Sus mejillas estaban empapadas por las lágrimas, y su rostro reflejaba una tristeza tan profunda que parecía haber dejado una huella imborrable. La impotencia lo invadía, como si la sensación de no haber podido evitar nada lo consumiera por completo. El dolor de la pérdida, tan real y feroz, lo atravesaba con cada respiro, mientras su corazón seguía latiendo con la pesadumbre de un momento irremediable.

  Las palabras de Axel seguían resonando en su mente, dando vueltas como ecos, ofreciendo respuestas vagas a las inquietantes preguntas que no lograba despejar.

  Nahuel respiró hondo, tratando de calmarse, pero las marcas en sus ojos, fruto de la noche sin descanso, no podían ocultar la angustia que lo invadía. A pesar de todo, decidió conducir hacia la casa quemada, como si algo lo empujara irremediablemente hacia allí.

  El camino, iluminado por la luna llena, parecía interminable. La quietud de la noche era palpable, y el silencio dentro del auto lo envolvía, como si el mundo exterior se desvaneciera a su alrededor. Su mirada, fija en el camino por delante, no podía apartarse del destino que lo aguardaba. Cada kilómetro lo sentía como una carga pesada, la ansiedad creciendo en su pecho. No podía pensar en nada más que en las respuestas que necesitaba, en la verdad que aún se le escapaba, y todo lo demás desaparecía en la oscuridad de la noche.

  Tras un tiempo que pareció eterno, Nahuel llegó de nuevo a la casa. Al verla, nada había cambiado desde el día anterior: la misma estructura desquebrajada, las huellas del fuego aún visibles en las paredes. La observó detenidamente, como si esperara que algo nuevo apareciera, algo que le diera respuestas. Fue entonces cuando notó, con sorpresa y desconcierto, que una luz se asomaba desde el interior de la casa.

  The narrative has been taken without authorization; if you see it on Amazon, report the incident.

  Decidido, salió del auto, azotando la puerta con fuerza al cerrarla detrás de él. Su rostro reflejaba el cansancio, la frustración, y esa rabia contenida que no lograba disimular.

  —Estos insolentes... —renegó, frunciendo el ce?o mientras avanzaba hacia la entrada. Cada paso que daba estaba cargado de una furia silenciosa, una impotencia que se alimentaba de la incredulidad de la situación. Estaba harto de que la memoria de su abuelo, un hombre tan real para él, se hubiera convertido en material de leyenda, en algo de lo que se hablaba a medias, sin respuestas, solo misterios vacíos.

  Entró rápidamente en la casa. Al instante, la desolación lo golpeó. Las hierbas crecían salvajes entre las grietas de las paredes, como si la naturaleza estuviera reclamando lo que el fuego había dejado atrás. El aire seguía impregnado con el persistente olor a ceniza, y los cuadros que antes decoraban las paredes ahora se veían irreconocibles. La madera que los cubría los había oscurecido, y el lienzo, antes lleno de vida, ya no era más que una mancha borrosa de lo que alguna vez fue.

  Nahuel dio un vistazo rápido, como si esperara encontrar algo que lo guiara. Sus ojos se detuvieron en las escaleras. Una luz azul, clara y etérea, parecía emanar desde el final del pasillo, iluminando las escaleras con un resplandor misterioso. Sin pensarlo, comenzó a subir, marcando cada paso con el crujir de la madera bajo sus pies.

  A medida que ascendía, una sensación de peligro lo invadió. Su cuerpo se tensó, y un sudor frío recorrió su espalda, como si algo invisible estuviera observándolo, acechando cada uno de sus movimientos. No había sonido, ni rastro de vida, pero el miedo lo envolvía con una fuerza indescriptible. A pesar de la inquietud que lo recorrió de pies a cabeza, no se detuvo. Avanzó, paso a paso, hacia lo desconocido que lo aguardaba en la oscuridad.

  Llegó al segundo piso y se percató de inmediato de que la luz provenía del cuarto de su abuelo. Intrigado, avanzó con pasos más rápidos, la curiosidad empujándolo a entrar. Su mente comenzó a jugarle trucos, imaginando que tal vez un grupo de jóvenes se había colado allí, buscando probar su valentía en el sitio de leyendas. La puerta, entreabierta, no le permitía ver nada claramente. Sin embargo, con un toque sutil de su mano, la empujó un poco más, y lo que vio dentro lo dejó completamente petrificado.

  Lo primero que notó fue la intensidad de la luz azul, que parecía emanar desde lo más profundo de la habitación, iluminando figuras que no pertenecían a este mundo. Eran criaturas altas, tanto que su cabeza ovalada tocaba el techo de la habitación. No tenían boca, y en el vacío donde deberían haber estado sus ojos solo brillaba la misma luz que Nahuel había visto desde abajo, una luz fría y penetrante.

  Sus cuerpos, de un gris apagado, parecían despojados de toda esencia vital, como si hubieran sido arrancados de la vida misma. La columna de las criaturas estaba encorvada, dejando al descubierto sus huesos, y sus brazos se alargaban grotescamente hacia el suelo, terminando en garras enormes, capaces de desgarrar cualquier cosa con un solo movimiento. Lo más aterrador era su postura: se mantenían erguidos sobre una sola pierna, flaca y retorcida, que terminaba en una pata que recordaba a la de un velociraptor. La extra?a y macabra simetría de sus cuerpos hacía que Nahuel no pudiera apartar la vista, paralizado por el horror ante lo que tenía frente a él. Viendo un poco más, Nahuel notó algo aún más inquietante. En el centro de las criaturas, en sus estómagos, había un agujero oscuro, un vacío que parecía devorar toda la luz que tocaba. La oscuridad en esa abertura era absoluta, como si todo lo que entraba allí se desvaneciera, absorbido por una fuerza invisible. De esa cavidad sin vida, una mano macabra comenzó a salir lentamente.

  La mano era alargada, de un gris enfermizo, con dedos largos y finos que parecían arrastrarse por el aire, como si tuvieran vida propia. Su piel estaba desgarrada en algunos puntos, mostrando huesos oscuros y retorcidos, y sus garras, puntiagudas y filosas, brillaban con una amenaza palpable.

  —Tenemos visitas —sonó una voz grave, cargada de burla, como si se divirtiera con la situación. El sonido de la voz venía de abajo, pero lo peor era lo que vino después: el crujir de las escaleras, como si alguien comenzara a subir lentamente, con pasos pesados y deliberados.

  “Es un humano”, pensó Nahuel, su mente corriendo a toda velocidad mientras su cuerpo respondía sin pensarlo. Retrocedió rápidamente, buscando el refugio más alejado, la habitación más apartada de la de su abuelo. Llegó a la puerta, la cerró con el mayor sigilo que pudo, su respiración agitada y su corazón acelerado, temeroso de que cualquier sonido pudiera delatarlo.

  Las pisadas seguían acercándose, cada vez más fuertes, más cercanas. Nahuel podía sentir el peso del miedo sobre él, como una niebla espesa que le nublaba la vista, que lo volvía torpe. Su mente luchaba por mantener la calma, pero el terror lo envolvía. Cada crujido en las escaleras hacía que su pulso se acelerara aún más, y la oscuridad de la habitación donde se encontraba no hacía más que aumentar la presión en su pecho.

  Los pasos se acercaron más a la habitación, resonando con un peso ominoso que hacía temblar a Nahuel.

  —Aquí estás. ?Cierto? —la voz de un hombre, grave y cargada de burla, atravesó la puerta, haciéndolo contener el aliento. Con un leve empujón, la puerta comenzó a abrirse lentamente, dejando escapar un chirrido que hizo que los nervios de Nahuel se tensaran aún más.

  Un hombre alto apareció en el umbral. Su figura se delineaba en la penumbra, pero su rostro seguía oculto, sumido en las sombras. Nahuel no esperó a ver más; su instinto lo dominó. Con el corazón desbocado, corrió hacia la ventana al fondo de la habitación. Apenas tuvo tiempo para pensar, cada músculo de su cuerpo moviéndose como por reflejo.

  Sin detenerse a meditarlo, saltó.

  El aire frío de la noche lo envolvió mientras caía, el vacío en su estómago siendo reemplazado rápidamente por el impacto al tocar el suelo. Sintió un dolor agudo en las piernas al aterrizar, pero no se detuvo a comprobar su estado. La adrenalina lo impulsó a levantarse mientras miraba hacia atrás, temiendo que aquella figura lo siguiera.

  Cojeando de su pierna izquierda, Nahuel empezó a correr como pudo. Cada paso era una tortura, el dolor punzante en su tobillo roto amenazaba con detenerlo, pero la adrenalina y el instinto de supervivencia lo empujaban hacia adelante. No tuvo oportunidad ni siquiera de acercarse a su vehículo; su única meta era alejarse de aquella casa maldita.

  Apenas había avanzado unos metros cuando tropezó. El impacto lo derribó al suelo, y un grito ahogado escapó de sus labios mientras el dolor lo paralizaba. El tobillo roto no le permitió levantarse, pero no se rindió. Con una mezcla de desesperación y determinación, comenzó a arrastrarse sobre el frío pavimento, jadeando con dificultad.

  Alzó la vista hacia la casa. Ahora estaba envuelta en una oscuridad antinatural, como si el aire mismo alrededor de la estructura hubiera sido devorado por las sombras. Los focos que alumbraban la calle comenzaron a apagarse uno por uno, sumiendo el camino en una penumbra cada vez más densa.

  Fue entonces cuando las vio. Las luces azules. Brillaban a lo lejos, moviéndose con un ritmo hipnótico pero aterrador. Provenían de los mismos monstruos que había visto antes, esas criaturas imposibles que ahora salían de la casa como si pertenecieran a la oscuridad que las rodeaba. Su figura grotesca y los destellos de su luz etérea hicieron que Nahuel sintiera un frío helado recorriendo su espalda, un miedo primitivo que lo obligaba a seguir avanzando, aunque cada movimiento fuera una agonía.

  Sabía que no podía detenerse. Si lo hacía, esas cosas lo alcanzarían.

  Un grito de desesperación escapó de los labios de Nahuel mientras las criaturas avanzaban hacia él con velocidad inhumana. Sus largos brazos se impulsaban sobre el suelo con movimientos rápidos y espeluznantes, haciendo que cada instante pareciera eterno. Nahuel cerró los ojos con fuerza, deseando con todo su ser que aquello no fuera más que una pesadilla, que al abrirlos todo volviera a ser como antes. Pero el grito persistió, desgarrador, lleno de un miedo que lo consumía.

  De repente, sintió algo en su hombro. Una mano cálida, pero áspera, lo tocó con firmeza. El contacto lo sacudió de su espiral de terror, obligándolo a abrir los ojos.

  El mundo había cambiado. La oscuridad y las criaturas ya no estaban. Las luces de la calle brillaban como si nada hubiera ocurrido, y el aire, que momentos antes era pesado y opresivo, ahora era fresco y ligero. Todo parecía haber vuelto a la normalidad, como si los últimos minutos hubieran sido solo una ilusión.

  Frente a él, un hombre lo observaba. Su pose, recta y segura, irradiaba una confianza imperturbable, como si la desesperación que invadía a Nahuel no pudiera tocarlo. Sus ojos, intensos pero tranquilos, se encontraron con los de Nahuel, y en ese instante, una chispa de esperanza brotó entre el caos.

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