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Memorias selladas

  Nahuel no supo qué responder. El hombre a su lado tenía una presencia imponente: era alto, y su rostro estaba marcado por una barba descuidada, salpicada de mechones grises que le daban un aire de rudeza. Lo que más llamaba la atención era la cicatriz en su mejilla izquierda, tres profundas marcas de garras que cruzaban su rostro como un recordatorio de algo brutal. Vestía una toga verde, descolorida y desgastada por el tiempo.

  Con cada respiración, el hombre exhalaba vapor, como si el frío intenso que lo rodeaba se filtrara en su interior. Nahuel, aún paralizado por la adrenalina, no había notado el aire gélido que traían esas criaturas al pasar.

  —?Estás bien? Te lo pregunto por segunda vez, ni?o —dijo el hombre con una voz grave, cargada de autoridad. Sus ojos, oscuros y penetrantes, se fijaron lentamente en Nahuel.

  —No te muevas. Tienes el tobillo roto —a?adió, inclinándose con calma, pero sin perder esa fuerza intimidante en su porte. Su sombra se proyectó sobre Nahuel, que seguía tirado en el suelo, incapaz de emitir una sola palabra, atrapado entre el dolor y el desconcierto.

  “?Y este quién es? ?Debería correr?”, pensó Nahuel, mientras un mar de dudas lo invadía. Su cuerpo temblaba, no solo por el frío que se colaba hasta los huesos, sino también por la inquietud que despertaba aquel extra?o hombre. “Huele raro este se?or”, intentó calmarse con un destello de humor, aunque la situación no dejaba espacio para la risa.

  —?Quién eres? —soltó al fin, con un tono más brusco de lo que pretendía, acompa?ado de un bufido mientras intentaba ponerse de pie lo más rápido posible. Cada movimiento le dolía, pero su mente seguía acelerada. “No creo que esté a salvo... ?Y si este hombre es el que estaba dentro de la casa?” El miedo pulsaba en su pecho, constante y agobiante.

  —Dolos, —respondió el hombre, su voz profunda te?ida con un aire de tristeza que no pasó desapercibido. Bajó la mirada por un instante, como si cargara con el peso de algo invisible. —O ese nombre me gané, —a?adió con una calma inquietante, sus palabras cargadas de un significado que Nahuel no podía comprender del todo. —Te dije que no te movieras, —gru?ó Dolos con el ce?o fruncido, deteniendo con brusquedad el intento de Nahuel por levantarse. Su tono autoritario, combinado con su mirada severa, hizo que Nahuel se quedara paralizado por un instante.

  Sin decir más, Dolos se inclinó y levantó el tobillo de Nahuel con firmeza, inspeccionándolo con una concentración casi inquietante. El contacto hizo que Nahuel se estremeciera. El dolor punzante lo obligó a intentar doblar la rodilla, buscando desesperadamente acariciar la herida con su mano, pero la fuerza del hombre lo detuvo sin esfuerzo.

  —No te resistas, —murmuró Dolos, su voz baja, pero cargada de autoridad. A pesar de sus palabras, el agarre en el tobillo de Nahuel no se suavizó.

  Nahuel apretó los dientes, intentando reprimir un gemido mientras su mirada se posaba en el rostro inexpresivo del hombre. “?Qué está haciendo? ?Por qué tanta insistencia?”, pensó, tratando de entender si Dolos era una amenaza o una ayuda.

  Dolos dejando cuidadosamente el pie de Nahuel en el suelo, se paró rápidamente.

  —Si es grave, tendré que curarte, —dijo Dolos con una resignación que parecía pesar sobre sus palabras, mientras levantaba a Nahuel con una facilidad casi inhumana. Su fuerza era tan inesperada que Nahuel no pudo evitar sorprenderse.

  La mente de Nahuel comenzó a ir a mil por hora. “?Me va a curar?” Su rostro reflejaba confusión y una creciente preocupación, aunque trató de esconderla.

  —?A dónde vamos? —preguntó con voz tensa, sintiendo que su incertidumbre comenzaba a ser más fuerte que el dolor.

  —Pues a curarte, —respondió Dolos, como si fuera lo más obvio del mundo, resaltando la simplicidad de la pregunta.

  Nahuel no entendía nada de lo que estaba pasando. El dolor en su pie seguía empeorando con cada paso, y el viento helado solo aumentaba la incomodidad. A pesar de todo, intentó calmarse con sarcasmo, aunque su voz traicionaba un leve temblor.

  —Sí, me encanta que un extra?o me cargue y no me diga adónde vamos, —dijo, intentando esconder el miedo detrás de la ironía, pero era evidente que no lo lograba del todo.

  —Perfecto, —respondió Dolos con un tono entre entusiasta y confundido. —Si fuera tú, habría pedido más explicaciones. Eres raro, —a?adió, dejando claro que su actitud lo desconcertaba, como si Nahuel fuera el único que no veía lo evidente.

  Con un giro brusco, Dolos empezó a caminar, sin más, con Nahuel en sus brazos. La fuerza de ese hombre era desmesurada.

  Nahuel, atónito, trató de procesar lo que sucedía. La sensación de ser completamente impotente lo invadió. No podía soltarse. El miedo comenzaba a apoderarse de su pecho; sentía que el hombre podría hacerle da?o en cualquier momento y él no tendría cómo defenderse.

  Cada paso de Dolos hacía que la ansiedad de Nahuel creciera, pero intentó mantener la calma. Controló su respiración lo mejor que pudo, sin que la agitación de su voz fuera demasiado evidente, aunque cada vez era más difícil esconder el miedo.

  Dolos notó el nerviosismo de Nahuel. Un suspiro de queja escapó de sus labios antes de que se detuviera un momento, y su postura cambió abruptamente, como si estuviera a punto de correr.

  —Si hubiera querido hacerte da?o, ya lo hubiera hecho, —dijo, su tono intentando sonar más suave, pero algo en su voz delataba una desesperación que no podía ocultar, como si las dudas de Nahuel lo estuvieran afectando más de lo que deseaba.

  Pero esas palabras no tuvieron el efecto que Dolos esperaba. En lugar de calmar a Nahuel, solo aumentaron su terror. Miles de pensamientos desordenados pasaron por su mente, ninguno logrando concentrarse lo suficiente como para tomar control de la situación.

  Antes de que pudiera procesar todo lo que le estaba pasando, sintió un tirón en su cuerpo. Dolos comenzó a correr, y las casas a su alrededor se desdibujaban como luces fugaces, desapareciendo a gran velocidad, sin permitirle distinguir si daban vueltas o si realmente estaba avanzando en línea recta. La sensación de desorientación fue total.

  A los pocos segundos, Dolos se detuvo abruptamente.

  Nahuel se sentía mareado, el mundo giraba a su alrededor, cada objeto parecía moverse en un flujo constante. Intentó con todas sus fuerzas contener el vómito, luchando contra la sensación de náusea que lo invadía, y logró mantenerlo a raya, aunque no sin esfuerzo. Su respiración se volvía cada vez más agitada, el miedo y la desorientación apoderándose de él.

  Dolos, por su parte, caminaba con una calma casi inquietante, ignorando el estado de Nahuel mientras se dirigía a la casa que tenía enfrente. Era una casa peque?a, de un solo piso, que parecía haber sido olvidada por el tiempo. Su color, una mezcla apagada de tonos grises y desvaídos, estaba cubierto por manchas que mostraban los estragos de varios inviernos. El aire que la rodeaba tenía una quietud peculiar, y el jardín, aunque modesto, estaba impecablemente cuidado, con la hierba perfectamente cortada, lo que contrastaba con el deterioro del edificio.

  Nahuel se inquietaba más con cada paso que daba. Intentó, con todas sus fuerzas, liberarse de las manos de Dolos, empujando su pecho con las manos, pero era inútil. La fuerza de Dolos era como una pared impenetrable, y cada esfuerzo de Nahuel solo lo dejaba más agotado. Sus pensamientos se entrelazaban, sin sentido, mientras la sensación de impotencia lo invadía.

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  —Sí lograses soltarte, ?qué harías? —preguntó Dolos, deteniéndose en el umbral de la puerta. Su tono era curioso, pero había algo en él que rozaba la reprimenda. —Tienes el tobillo visiblemente roto, estás mareado, y claramente no estás pensando con claridad —a?adió, como si rega?ara a Nahuel por no ser capaz de ver la inutilidad de su lucha.

  Nahuel no supo qué responder. “No había llegado a ese punto”, pensó con frustración, mientras sus manos se relajaban por el cansancio. Su mente trataba de buscar una salida, pero todo parecía fuera de su control.

  Dolos cruzó la puerta sin inmutarse, con Nahuel aún en sus brazos. Al entrar, la casa se mostró ante él, simple pero extra?a. Las paredes estaban decoradas con cuadros que parecían pintados al azar. Las líneas, caóticas y sin sentido, daban la impresión de que alguien hubiera estado gritando a la pintura, como si cada trazo estuviera cargado de desesperación o de una energía descontrolada.

  Un olor suave pero omnipresente comenzó a invadir las fosas nasales de Nahuel. Un aroma artificial, como el de un aromatizante barato, se esparcía por el aire, cubriendo el ambiente, sin lograr disfrazar la sensación de opresión que emanaba el lugar. El contraste entre el caos en las paredes y esa fragancia artificial lo desconcertaba aún más, como si la casa intentara ofrecer algo de calma en medio de su desorden visual.

  Dolos dejó a Nahuel caer en un sillón que había perdido su color café original, la tela desgastada y sucia mostraba signos de a?os de uso. Nahuel se acomodó torpemente, mirando la escena que se desplegaba frente a él. La cocina, al otro lado de la habitación, era un desastre total. Platos sucios amontonados, restos de comida por todos lados y un aire de abandono que parecía haberse instalado allí hacía tiempo. Dolos caminó hacia allí con paso firme, sin apenas notar el caos que lo rodeaba, y abrió un cajón con rapidez. Sacó una vela peque?a, de unos diez o quince centímetros de altura, que prendió usando solo su dedo, su llama parecía ser lo único que iluminaba la oscuridad en el lugar.

  Nahuel, completamente inmóvil, observaba la escena, aún confundido y atrapado en su dolor. Intentó pararse, pero el dolor punzante en su tobillo lo detuvo al instante, dejándolo otra vez en la misma posición, sin poder escapar.

  —Eres demasiado impulsivo —replicó Dolos, su tono grave y un tanto desaprobador mientras se acercaba con la vela en mano, iluminando su rostro. —Así como una serpiente, —a?adió, estirando un brazo hacia él, imitando el movimiento de una, como si la comparación fuera un juego. —Si llegaras a escapar, y en caso de que yo quisiera hacerte da?o, ?crees que no te alcanzaría? —dijo con un bufido de enojo, como si la pregunta fuera absurda.

  Dolos sujetó el tobillo de Nahuel con firmeza mientras este se retorcía de dolor. Con una expresión inexpresiva, tomó la llama de la vela con su mano desnuda. El fuego, como si obedeciera una fuerza desconocida, permaneció vivo entre sus dedos sin quemarlos.

  Dejó caer un hilo de cera caliente sobre la herida. Nahuel se estremeció, confuso, mientras un calor abrasador se extendía por su pie, como si el sol se hubiera encendido sobre su piel. Incapaz de contenerse, dejó escapar un grito desgarrador.

  —?Arde! —exclamó con desesperación, retorciéndose de dolor.

  Pero Dolos no reaccionó. Inmutable, continuó con lo que parecía ser un ritual. El fuego en su mano se apagó con un aplauso seco, y sus palmas, ahora vacías, se posaron sobre el tobillo herido de Nahuel.

  El dolor se intensificó de forma casi insoportable, como si algo dentro de su cuerpo se estuviera moviendo, reajustando. Nahuel apretó los dientes, sudando frío, pero justo cuando creyó que no podría soportarlo más, todo cesó.

  La calma lo invadió de golpe. Miró su tobillo, incrédulo. La herida, antes cubierta de sangre y caos, ya no dolía. Era como si nunca hubiera existido.

  —Párate —. Ordenó Dolos, alejándose con la mirada fija en su trabajo, como si evaluara el resultado con impaciencia.

  Con cuidado, Nahuel apoyó el pie en el suelo. Para su sorpresa, no había ni rastro del dolor. El tobillo estaba firme, como si nunca se hubiera roto.

  —Sigo teniendo el toque —murmuró Dolos, orgulloso de su trabajo—. ?Lo ves, ni?o? Te dije que te curaría.

  Aunque su tono era confiado, su mirada, fija aún en el tobillo de Nahuel, reflejaba algo más. Había orgullo en sus ojos, pero también un destello fugaz de tristeza, como si un recuerdo amargo hubiera cruzado su mente por un instante.

  Nahuel estaba boquiabierto. No encontraba palabras para explicar lo que acababa de presenciar. Su mente intentaba asimilarlo todo, pero fallaba en darle sentido. Con un suspiro pesado, dejó caer su cuerpo de nuevo en el sillón. Pasó una mano por su cabello, desordenándolo más de lo que ya estaba.

  —Esta semana ha sido difícil —pensó, y una leve sonrisa se dibujó en su rostro, como si su propio comentario lo hubiera hecho reír en silencio.

  —Se dice “gracias” —lo interrumpió Dolos, arqueando una ceja. Parecía un maestro frustrado, como si intentara inculcarle modales básicos.

  La mirada fija de Dolos lo incomodó. Nahuel alzó la vista, todavía atrapado en sus pensamientos, y soltó, casi con desgana:

  —Gracias.

  Su voz era entrecortada, arrastraba las sílabas como si las palabras le costaran salir. Tras un momento de duda, a?adió:

  —?Por qué me ayudaste?

  Esa era la única pregunta que lograba formular entre la avalancha de pensamientos que lo inundaban. Había tantas cosas que quería saber, pero esa era la que destacaba con más fuerza.

  Dolos se tomó su tiempo antes de responder. Frunció ligeramente el ce?o, como si buscara las palabras adecuadas.

  —Bueno... supongo que es mi trabajo.

  No había arrogancia en su respuesta, sino algo más profundo, tal vez resignación.

  —Tengo muchas preguntas —dijo Nahuel, con un temblor apenas perceptible en su voz. Su mente era un torbellino de dudas, cada una más desconcertante que la anterior.

  Dolos esbozó una sonrisa y levantó una mano, abriendo todos los dedos con una pose exagerada que parecía más chistosa que solemne.

  —Enumera cinco y dímelas —sugirió, como si todo esto fuera una especie de juego.

  Nahuel trató de organizar sus pensamientos lo mejor que pudo, pero la confusión, el miedo y la tristeza seguían reflejándose en su mirada, fija en el suelo como si buscara respuestas ahí. Tras un largo suspiro, levantó la cabeza y concentró sus ojos en Dolos.

  —?Qué eran esas cosas? —preguntó, levantando un dedo.

  —?Qué hacías ahí? —a?adió, alzando un segundo dedo.

  —?Qué les pasó? —su tercer dedo se sumó al conteo.

  —?Qué eres tú? —un cuarto dedo apareció.

  —?Y quién eres? —finalmente, levantó el quinto dedo, soltando un suspiro al concluir.

  Dolos esbozó una sonrisa, casi divertida por la avalancha de preguntas. Con calma, comenzó a responder.

  —Eran Ce-Hueyitzintli Tlacatecolotl, aunque si prefieres algo más corto, puedes llamarlos Cehuetzintli.

  Se tomó un breve descanso y, con un gesto que indicaba que la historia sería larga, se dejó caer en el sillón junto a Nahuel.

  —Son criaturas malditas. Cuando fueron humanos, usaron su boca para maldecir, y sus ojos nunca reflejaron empatía. Sus acciones estaban guiadas únicamente por la avaricia. Pero al morir, fueron condenados. La maldición les quitó la boca, dejando un rostro mudo. Sus ojos vacíos solo muestran el abismo de sus almas, y su mano... —hizo una pausa, alzando la suya como si ilustrara el relato— está clavada en su estómago.

  Dolos lo miró fijamente antes de continuar:

  —Esa mano, alargada y retorcida, simboliza lo único con lo que pensaban: el ansia de poseer. Ahora, pueden absorber toda luz vital, transformándola en energía para combustibles o portales. Pero siempre están a merced de un amo. Es irónico, ?no? Les quitaron la avaricia que los definía y los dejaron como simples herramientas.

  El silencio que siguió fue pesado. Nahuel sintió un escalofrío recorrer su espalda mientras trataba de procesar todo lo que había escuchado.

  Dolos sonrió, bajando un dedo de su mano extendida.

  —Investigando. Ese hombre del que probablemente oíste... no es del todo bueno, ?sabes? —dijo con un tono que, sorprendentemente, dejaba entrever algo de empatía mientras bajaba el segundo dedo.

  —Su amo escapó, y ellos lo siguieron —a?adió, alzando una ceja. Su rostro adoptó una expresión exagerada, casi teatral, antes de bajar el tercer dedo.

  —Un humano. Aunque, claramente, no como tú, porque soy mucho más cool que tú —soltó con una sonrisa burlona, dejando escapar una carcajada breve mientras bajaba el penúltimo dedo.

  Finalmente, se puso serio.

  —Y esa ya te la respondí hace rato, así que no la vuelvas a preguntar —ordenó, con un tono cortante que delataba su incomodidad al abordar ese tema. Sin más, bajó el último dedo y dejó caer la mano sobre su rodilla, como si aquello pusiera fin a la discusión.

  Dolos se paró de su sillón, dejando ver su satisfacción a sus propias respuestas.

  —No sé qué hacías ahí… pero, la verdad, no me interesa —rezongó a Nahuel , mientras caminaba hacia la puerta con pasos pesados.

  Al llegar, la abrió de golpe, dejando que un chirrido breve rompiera el silencio. Con un gesto brusco de la mano, se?aló la salida.

  —Y no vuelvas a meterte en sitios embrujados, por favor —a?adió, sin siquiera voltear a verlo.

  Pero justo cuando Dolos iba a responder, la voz de Nahuel resonó en el lugar, baja y cargada de tristeza:

  —Era de mi abuelo.

  Esas palabras bastaron para congelar a Dolos. Su expresión cambió por completo. La burla y la despreocupación desaparecieron de su rostro, sustituidas por una seriedad inquietante.

  En un abrir y cerrar de ojos, Dolos estaba frente a Nahuel. La rapidez del movimiento hizo que Nahuel se recargara aún más en el respaldo del sillón.

  —?Eres nieto de Maslum? —preguntó Dolos, con una severidad que llenó el ambiente de tensión. Sin embargo, su mirada delataba algo más: nerviosismo.

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