Korax 18 — Inselaciune 2, 1308
Kefnfor fue alguna vez una ciudad de caos intencionado y laberintos tallados en roca volcánica. Los ángulos de cada callejón y puente eran dictados por una geomancia moderada. Estos rituales, escondidos en la arquitectura misma, invitaban la buena fortuna y alejaban las malas influencias. No obstante, tras convertirse en una megaciudad capaz de darle la bienvenida a la nueva era, sus laberintos dejaron de seguir las antiguas tradiciones. El alma de Kefnfor fue comprometida por sue?os de “progreso’. En silencio, la locura se abrió paso hasta el corazón de la ciudad-estado.
Hoy, yo la traje al Muelle de Eldryn.
La única ventana de mi habitación en la cantina, a la que me trajeron después del encuentro con Elian, ofrecía una vista decente del desastre que había causado. A los barcos que llegaban no se les permitía atracar, y eran redirigidos a otros puertos, probablemente a Aperwyn o Aperblaidd. Veintenas de hombres gritaban afuera de los almacenes cerrados, molestos por los sueldos perdidos, mientras cientos de cajas se amontonaban como libros desbordando del estante de un bibliotecario.
Pero lo más preocupante era la multitud de guardias. Bullían en el Muelle, revólveres en mano, tocando en cada puerta e interrogando a todo aquel que pareciera remotamente sospechoso. En un lugar así, esa descripción incluía a todos menos a los ni?os.
Suspiré, la mirada fija en nada en particular.
Mi mente repasaba los eventos de esa ma?ana. ?Realmente había visto un espíritu de Desesperanza? Los antiguos pergaminos contaban historias de lo que les sucedía a los que caían en sus garras. Todos los eruditos coincidían en que Desesperanza era algo “imposible”. Y sin embargo—
La puerta se abrió de golpe. El golpeteo había seguido por un minuto o dos. Sí lo escuché, pero necesitaba más tiempo a solas para desenredar este misterio.
—Estás despierto —dijo el cantinero secamente, como era su costumbre.
—Gracias, compa, por dejarme quedar aquí. Después de, ya sabes, lo que pasó.
—El cirujano verá tus heridas —continuó, haciéndose a un lado para dejar entrar a otro hombre, un daearannún cuyo pelaje azul eléctrico comenzaba a mostrar canas y cuyo rostro vulpino, duro y cansado, era acentuado por una par de anteojos sobre sus ojos rojizos—. Los guardias lo mandaron llamar. Para ti.
—No lo necesito —mentí—. No hay heridas. ?Tal vez fue cosa mágica?
El médico frunció el ce?o, pero no dijo nada. No me inspiraba confianza, y mucho menos cuando levantó mi camiseta como si yo no tuviera voz ni voto en el asunto. Mientras el hombre examinaba el punto donde Elian me había apu?alado, deseé que el que me estuviera tocando fuera más guapo. Y más joven. Y de la misma especie que yo.
—?Siente dolor? —preguntó el cirujano, presionando la “herida”.
—No. No desde que desperté. El dolor fue insoportable cuando el Deshecho me atacó, pero ya pasó.
—?Está nervioso? Su voz suena...
—Así hablo siempre —lo interrumpí—. El cantinero te lo puede confirmar. Soy básicamente uno de sus regulares. él sabe cómo hablo, ?no es así, compa?
El cantinero gru?ó en se?al de acuerdo, aunque su tono indicaba que no le hizo gracia mi chiste. El cirujano lo ignoró y siguió hurgando en mis costados. Aunque su espeso pelaje sugiriera lo contrario, las almohadillas en las puntas de sus dedos eran bastante frías y duras al tacto. No pude evitar dar un respingo mientras me toqueteaba.
—Puedo ver una leve cicatriz, pero se está desvaneciendo. Magia, tal vez, como usted dijo. Debería ir con los Hospitalarios y sus portadores. También puedo darle un ungüento para las quemaduras.
—Ya. Gracias, doctor.
Mientras el cirujano garabateaba en un cuaderno, los otros hombres se permitieron relajarse. El cantinero estaba de pie sobre un taburete, mirando por la ventana. El tipo ruidoso de anoche me miraba desde el umbral, de brazos cruzados y con expresión severa. No podía descifrarlo. ?Estaba molesto o preocupado? Por último, el alguacil arrastró la silla del escritorio y se sentó junto a mi cama. Su pelaje, de un tono entre púrpura y azul marino, parecía brillar bajo la luz que entraba por la ventana.
Ya me imaginaba lo que venía. Me había pasado muchas veces antes.
El alguacil fue el primero en hablar:
—Portador, lo que hiciste esta ma?ana puso a todos en riesgo. El monstruo que despertaste es una amenaza para esta comunidad.
—Incluso si no me hubiera metido —traté de defenderme—, Elian aún se habría convertido en un Deshecho. Esas criaturas no esperan al momento más conveniente para uno, oficial.
—?Y qué hay de los barcos Deshechos?
—?Qué quieres decir? Esos no son...
—Varios testigos confirmaron que hiciste algo con los barcos. Dicen que se movían solos y que hablaban con voces infernales.
—Se llaman Vestigios, alguacil. Tal vez esto te sobrepasa. Puede que sea hora de llamar a los Hospitalarios.
—Ya los llamamos —dijo el cantinero sin mirarme—. Están ocupados. Solo tenemos a la Guardia de la Ciudad. Por ahora.
?Acaso mi amigo el cantinero estaba mintiendo? ?Por qué?
—Sea como fuese —continuó el alguacil—, no te podemos permitir que perturbes la paz. Tienes prohibido continuar tu “investigación”. Cuando lleguen los Caballeros Hospitalarios, ellos se encargarán del monstruo. Tú deberías irte a casa.
No tenía sentido discutir. La forma en que el tipo ruidoso evitaba mi mirada, viendo el techo como si hubiera descubierto un patrón secreto en la madera, me hizo pensar que lo habían invitado en caso de que este maldito portador necesitara una lección.
—Está bien —cedí—. Se lo dejaré a ustedes, compa?ero.
Cuando los hombres se giraron para irse, miré lo que quedaba de mi ropa. El Deshecho lo había destrozado todo.
—?Compa…? —llamé al cantinero pero me detuve. Era mejor usar su nombre para que no se enojara mucho. —Maestro Dafydd, ?podría prestarme un kit de costura para arreglar mi ropa?
El daearannún gru?ó. Aparentemente, cuando aprendí el idioma de Kefnfor, me salté la lección donde se explicaba que gru?ir era una alternativa aceptable al "sí".
No esperé mucho antes de que una agradable daearannún entrara en la habitación, aguja e hilo en mano. Parecía más amable que los trabajadores de la cantina, incluido —no— especialmente el due?o. Ya la había visto antes. O era la esposa del cantinero o besar a tu jefe se había convertido en la norma en Kefnfor.
—?Dafydd me dijo que necesitabas esto...? —preguntó la mujer antes de pararse en seco—. Lo siento, debí haber tocado a la puerta. ?Te doy un minuto para que te pongas presentable?
Se me había olvidado que aún estaba en calzones. Viendo el rostro de la muchacha, no supe decir si estaba avergonzada o si le pareció gracioso el espectáculo. Tal vez era un poquito de ambos.
—No tengo nada más que ponerme —admití—. Esperaba poder arreglar mi ropa con la aguja y eso.
—Ay, cari?o, esto está demasiado estropeado. Déjame ver si puedo conseguirte otra cosa.
—No quiero abusar, se?ora.
—Tonterías. Quédate aquí. Ya vuelvo.
La muchacha tenía razón. El fuego del Deshecho había hecho trizas mis pantalones, mi suéter se estaba deshilando alrededor de las mangas y mi pobre camisa estaba irreconocible. La sangre había manchado la tela blanca, volviéndola negra donde Elian me había apu?alado, y las costuras estaban completamente rasgadas, con trozos de carne atrapados entre los hilos.
Y apenas acababa de comprar esa camisa unas seis lunas atrás. Este "caso" se estaba volviendo más caro cada hora.
—Puedes probarte esto —dijo la chica con una sonrisa. Había regresado más rápido que un comerciante al oír el sonido de monedas—. A veces los trabajadores los olvidan abajo.
—?No les importará?
—Lo dudo —dijo, conteniendo una risa pícara—. ?Alguna vez te has emborrachado tanto que te desmayaste bajo una mesa sin nada más que tus calzoncillos puestos?
—No puedo decir que me haya pasado, no.
—Digamos que algunos de estos hombres no son tan valientes como para pedir sus ropas olvidadas después de tales incidentes.
—Debe ser un espectáculo encantador —dije, a la vez que soltaba una risita.
—No es la palabra que yo usaría, pero seguro, llamémosle “encantador”.
Mientras miraba el desastre de harapos y sangre en que se había convertido mi ropa, mi mente se enfocó en mis compa?eros de antes. El tipo ruidoso se veía bastante bien, aparte de su mal humor, por supuesto. Pero, ?y los demás?
—Te has quedado muy callado, ?te preocupa algo, cari?o? —me preguntó la mujer.
—Un par de tipos estaban conmigo cuando salimos a buscar a Elian, me preguntaba... bueno, es solo curiosidad, ?sabes? ?Qué pasó con el capataz? ?Está bien?
—?Oh? —dijo, con una sonrisa juguetona en los labios—. No estoy segura de a quién te refieres. Yo me quedé aquí mientras ustedes salían tras el pobre Elian. "Cuida la cantina en todo momento", me dijo mi Dafydd. Y eso hice.
—Bueno, es un tipo alto y grosero y ruidoso. Creo que trabaja en uno de los almacenes y tiene ojos verdes. Es un humano común y corriente.
—?Humano, dices? —respondió la mujer daearannún, cada palabra goteando sarcasmo—. ?Acaso es un humano azul con largas orejas puntiagudas? ?O tal vez se trate de un humano bajo con un hermoso, grácil y majestuoso pelaje color ciruela? ?O tal vez hablas de uno de esos humanos que tienen hermosas escamas que brillan cual...
—Está bien, está bien, ya entendí. Lo siento. Quise decir, bueno... un thneam como yo.
La muchacha me leyó la cartilla con su sarcasmo. Y vaya que me lo gané.
Mi gente había tratado de apropiarse el término "humanidad" como muestra de una superioridad no merecida. Pero los zmei y los alfares habían declarado que "humanidad", más que un mero término biológico, se refería a todos aquellos capaces de amar, de sentir empatía y de ser altruistas. Irónicamente, tal descripción excluía al menos a la mitad de nosotros, los thneamoi de Clei?os y Mykenai. Qué mala suerte la nuestra.
La muchacha me recordó que debía ponerme al día.
Además ella tenía razón. Su pelaje sí que era majestuoso.
—Oh, —exclamó melodramáticamente— ya sé de quién estás hablando. Rhodri. Creo que su apellido es Ap Merfyn. Es un buen tipo. él fue el que te trajo esta ma?ana. Estaba muy preocupado.
—?Lo estaba, eh?
Ya que la esposa del tipo ruidoso fue la que me atendió cuando desperté, y el capataz es el que me había traído, eso significaba que todos estaban bien. Era un alivio, la verdad. Un Deshecho podía llegar a ser muy peligroso si el día era bueno, y no creo que el día del pobre Elian pudiera describirse así.
—Gracias por todo, se?ora. Ya debería irme.
—Llévate esto, cari?o —me dijo la esposa del cantinero mientras me entregaba una bolsa de papel marrón—. Dafydd me dijo que aún no habías comido, así que te empaqué algo. Solo es un poco de conejo con trufas. Te gusta el conejo, ?verdad?
—Sí. Es lo mejor que hay... cuando tengo las monedas para pagarlo. ?Cuánto...?
—Esta va por cuenta de la casa. Seguro que al marido no le importará.
—Gracias de nuevo, se?ora. De verdad.
Terminé de ponerme las botas y guardé la linterna y mis monedas en los bolsillos delanteros de mis nuevos pantalones. Eran de color azul marino y, a pesar de las manchas de aceite en las posaderas, se veían bastante resistentes. La camisa de lana, sin cuello y de manga corta, era una mejora a la mía.
Me miré en el espejo una vez más para asegurarme de que todo estuviera en orden. Las prendas eran perfectas e incluso más nuevas que las que tenía antes. Solo me faltaba el olor a ron viejo para verme exactamente igual a cualquier trabajador portuario. Pero más guapo, desde luego. Supongo que el peque?o Orgullo en la esquina opinaba lo mismo pues soltó una risita burbujeante.
Cuando tomé la bolsa con la comida y me preparaba para irme, la esposa del cantinero me sujetó del brazo. El rostro alegre de antes había sido reemplazado por uno severo y preocupado.
—Muchacho, sé que tienes buenas intenciones, pero por favor, solo márchate. Ellos no te quieren en el Muelle.
Y así, sin más, la mujer se esfumó de la habitación, desapareciendo en una esquina al final del pasillo. Su advertencia, aunque apreciada, sólo me confirmó lo que ya había visto por la ventana. No podía abandonar a Elian.
Al salir de la cantina, miré una vez más el puerto a mi derecha. El número de guardias se había duplicado desde la última vez que los vi y estaban patrullando por todos los rincones, desde las tiendas frente al mar hasta los almacenes en la parte trasera. Algunos estaban estacionados junto a los pocos camaroneros y barcos cerqueros que no habían sido redirigidos. Algo me decía que no me dejarían acercarme al Nobby.
Afortunadamente, todavía tenía mi plan de respaldo. Y mi plan de respaldo tenía su plan de respaldo. Por si acaso.
Con fingida inocencia, giré en dirección contraria y comencé a caminar por las estrechas calles detrás de la cantina. Estos callejones conducían hacia el Octante y a los otros distritos de la ciudad, pero más importante aún, conducían a la única estación del subterráneo en el Muelle.
Al llegar, el hombre en la taquilla me advirtió que los trenes iban retrasados y que sería mejor caminar hasta la siguiente estación. Cuando le dije que no me importaba esperar, no dudó mucho en aceptar mis monedas.
Los arcos de la entrada, de acero pintado de verde mar, se alzaban por encima de mí con su peculiar mezcla de superioridad de mal gusto y su rareza funcional —una representación perfecta del “progreso” de Kefnfor—. El edificio no era bonito ni fue dise?ado para serlo, su único propósito era ser innecesariamente imponente. Porque nada gritaba “La Ciudad del Ma?ana” como la arquitectura fea y aburrida.
Normalmente los pasillos de piedra retumbaban con los pasos y quejas de usuarios molestos, pero ese día los túneles estaban casi desiertos. Había unas ocho personas, como máximo, caminando por el pasillo y todos parecían dirigirse a la salida en el otro extremo del túnel.
Perfecto.
Tras un par de minutos caminando por los túneles, por fin llegué al andén, donde solo había un guardia —uno de verdad— y una joven mamá con un bebé en brazos. Si tenía suerte, estos daearannúnes asumirían que yo era otro loco más que se había colado en el metro para dormir y beber.
Una vez seguro de que ambos estaban distraídos, tomé aire y silbé una melodía familiar. Era la canción de cuna que mamá solía cantarnos cuando éramos ni?os; el espíritu se había encari?ado con esa. Y luego… a esperar.
A Curiosidad le tomó menos de diez minutos llegar desde quién-sabe-dónde.
Poseía la sinuosa elegancia de una víbora de cascabel, pero donde deberían estar los moteados, sus escamas brillaban con una luz plateada, casi metálica. Dos pares de alas, cuyas plumas aceitosas zumbaban como un cristal tocado por el viento, brotaban de su espalda. Y en cada una de sus plumas, en lugar del familiar patrón de diamantes, se observaban las runas arcanas que representaban las palabras de los Antiguos, palabras que escapaban mi comprensión.
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—?Compa! —dije con una sonrisa mientras el cuerpo translúcido del espíritu absorbía la luz de las lámparas cercanas—, Me alegra verte bien. ?Aprendiste algo nuevo?
Curiosidad flotaba frente a mí, danzando en formas extra?as como tratando de comerse su propia cola. Batía sus alas incesantemente, luchando contra un viento imaginario que no podría ni tocarlo. Pero aunque pareciera feliz, ya sabía que no revelaría sus secretos tan fácilmente.
Este espíritu, uno de los amigos más antiguos de la humanidad, no era más que una mezcla de Deseo y Verdad; una sed de conocimiento que jamás se saciaría, pues siempre habría nuevas fronteras que cruzar y nuevos misterios que develar. Si quería que me hablara, tendría que ofrecerle algo a cambio. Era lo justo.
—Ojalá hubieras estado allí —dije con cautela—. Encontré al padre de la ni?a, pero ya era tarde. También hable con unos Vestigios. Estaban poseyendo un barco. ?Puedes creerlo? ?Un maldito barco! Y también vi un espíritu extra?o que nunca había visto. Daba mucho miedo. ?No te pica la curiosidad?
El espíritu ni se inmutó. ?Fui demasiado directo? Nunca había sido un problema…
Seguro Curiosidad quería algo más interesante. Ya habíamos conocido tantos Deshechos que la historia de Elian, por triste que fuera, probablemente sonaba aburrida en comparación. ?Cómo pensar que otra tragedia más le podría interesar a un ser que había visto tantas cosas?
Pensé en contarle más sobre el espíritu que había visto esta ma?ana, la bestia de la Desesperanza, pero no sabía cómo respondería a eso. O incluso si me creería.
Sin embargo, sí había algo que podía compartir con el peque?ín.
—Sabes —comencé, abriendo la bolsa de papel en mi mano—, la esposa del cantinero me regaló algo nuevo. Lo llaman Conejo de Kefnfor.
—No es conejo —dijo Curiosidad, sus palabras resonando en mi mente—. ?QUé es?
—Creo que es una salsa de queso fundido, con cerveza y mostaza, servida sobre pan tostado. A algunas personas les gustan espolvoreadas con trufas de verano y tomillo. ?Lo puedes oler? Huele delicioso, compa.
—?POR QUé conejo? —exigió el espíritu.
—En otras partes de la isla —continué, ignorando las preguntas de la pobre criatura—, creo que en el pueblo de Lynnyannwn, lo llaman "canijo".
—?QUIéN lo llama así? Te suplico que me digas DóNDE encontrarlo.
—Lo hicieron en la cantina de Dafydd. ?Recuerdas el lugar, verdad? Justo al final de la calle.
—?Justo al final de la calle? ?Puedo ir? ?Puedo probarlo?
Por mucho que odiara la idea de separarme de mi regalo, no se me ocurría un mejor soborno para Curiosidad. Los hombres que custodiaban el puerto podrían impedir que yo me acercara a los barcos o entrara en los almacenes, pero no podrían detener algo que no podían ver. Enviar a Curiosidad a explorar la zona era mi mejor opción para encontrar a Elian antes de que completara su transformación. Incluso si era demasiado tarde para salvarlo, aún podía hacer algo por los demás en el Muelle.
Sin pensarlo dos veces, abrí la bolsa de papel y vertí el contenido en el suelo, justo frente a Curiosidad.
—Todo tuyo, compa.
Los espíritus no comían de la misma forma que los humanos o animales. Realmente no había un acto físico involucrado. En cambio, los espíritus consumían la esencia de las cosas. Seres como Curiosidad absorbían los recuerdos asociados con algo, dejando solo una cáscara vacía y sin rasgos de algo que ya no era. Lo que quedara tras el festín obsceno de un espíritu no era más que un espejismo con forma física.
En algunos lugares, la gente creía que era de mala suerte comerse las ofrendas a los espíritus, pero eran solo patra?as. En el mejor de los casos, sería como probar un pedazo de la nada. Un residuo del olvido sin textura ni sabor.
Observé —con cierta tristeza por la pérdida del manjar— cómo Curiosidad terminaba su festín. El brillo de sus escamas era cada vez más intenso, como si algo en la comida hubiese despertado encendido una estrella en su interior. Cuando terminó, el espíritu sacudió sus plumas y se acurrucó sobre la bolsa de papel. Estaba satisfecho.
—Espero que te haya gustado, compa —dije, esperando que ahora me quisiera escuchar—. Tal vez puedas ayudarme con mi investigación. Me metí en un peque?o aprieto, por así decirlo.
—Agradezco la ofrenda. Los hilos me GUIARáN hacia aquel que lo nombró. El conejo sabía jocoso.
Esa era mi se?al. Era ahora o nunca.
—Sospecho que el hombre que desapareció, del que nos habló la ni?a, podría ser un receptáculo de A?oranza o tal vez de Tristeza. Está perturbado, compa, y podría convertirse en un Deshecho si no lo encontramos pronto. Puedes ayudarme, ?no?
—La ascensión causa sufrimiento en tu especie. ?POR QUé no la pueden aceptar?
Deseaba tener una respuesta a eso. Combatíamos a los Deshechos cuando daban problemas, pero realmente no hacíamos nada para evitar que nacieran. Estábamos tan acostumbrados a esperar hasta que fuera tarde, hasta que los ni?os quedaran huérfanos y que pueblos enteros fueran arrasados por un monstruo enloquecido.
—Tal vez deberías preguntarle al espíritu que poseyó a Elian, compa —bromeé.
—?A DóNDE quieres que vaya, querido amigo?
—A los almacenes del puerto. Los hombres de allí esconden algo, pero no me permiten acercarme. Tú sí puedes, y si logras encontrar a Elian, yo te alcanzo después. Será como aquella vez en Costa Verde cuando íbamos por—
—Los acueductos.
No me esperaba esa respuesta.
Kefnfor había sido construído en los acantilados al suroeste de la isla, en el punto más cercano a An Mirajab, donde los fundadores esperaban que pudieran tanto comerciar como defenderse de los Mirajíes. Pero el lugar carecía de agua dulce, por lo que los daearannúnes, a partes iguales ingeniosos y molestos, crearon una vasta red de acueductos subterráneos para mantener viva la ciudad. La pregunta era, ?por qué Curiosidad me querría allí?
—Te escucho…
—Los thneamoi se esconden bajo nosotros, en una red de secretos y susurros silenciosos. Los acueductos son caminos que transportan todo, desde carruajes con agua hasta barriles de carbón y salitre, e incluso los hijos encadenados de Annún.
—Contrabando y trata de personas, ?eh? Magnífica combinación.
—Nacieron nuevos caminos que llevan a los almacenes que buscas.
—?Crees que pueda esquivar a los guardias usando estos túneles? O… ?acaso me estás usando para explorar estos túneles con un portador guapo como guía?
—Una entrada está más allá de estos túneles —dijo el espíritu con entusiasmo, o tan entusiastamente como una personificación de curiosidad era capaz de mostrar—. Está escondida donde las máquinas de vapor no se detienen.
Miré hacia el otro lado del andén. La mujer ahora estaba hablando con su bebé, una cosita que no podía más que reír ante las payasadas de su madre. El guardia platicaba con la mujer mientras le sonreía al chamaco —?estaban emparentados?—. Aun así, aunque estuvieran distraídos con el bebé, no podía arriesgarme a que me vieran saltar en las vías.
—?Puedes hacer algo con ellos, compa? —le pregunté Curiosidad mientras se?alaba a los daearannúnes—. No quiero que arruinen nuestra peque?a aventura.
Sin decir una palabra —o hacerla aparecer dentro de mi cabeza como solía ser el caso— Curiosidad se lanzó hacia los daearannúnes. Voló con una gracia que era imposible en un ser vivo, desapareciendo en nubes de humo plateado para después aparecer de nuevo un poco más adelante. Una vez junto al infante, agitó sus alas frente a su peque?o rostro y espolvoreó un polvo plateado que le hizo estornudar.
Solo fue cuestión de instantes antes de que sus risitas resonaran por toda la estación, robándose toda la atención de la madre y el guardia. Pronto ambos estuvieron absortos en el bebé y hablaban animadamente sobre algo que no alcancé a escuchar. Pero no importaba. Su felicidad era mi se?al para seguir con el plan.
La barandilla al borde del andén, apenas alcanzando mi cintura, no era más que una sugerencia, sorteable con un solo salto. El golpe de mi aterrizaje en las vías arenosas fue ahogado por las risitas del bebé.
El túnel se curvaba a la izquierda, sus estrechos pasajes perdiéndose en un vacío sin luz. Curiosidad bailaba delante mío, con sus escamas brillantes ahorrándome la necesidad de usar la linterna. Sin que se lo pidiera, mi compa ocultó nuestra presencia con su magia: disimulando el eco de nuestros pasos contra las paredes curvas, y absorbiendo con sus plumas la luz de las linternas en el suelo.
De pronto, Curiosidad revoloteó expectante frente a una puerta metálica que apareció de la nada, un portal imposiblemente peque?o que brillaba con colores prismáticos.
La duda inundó mi mente, pero los susurros mudos de mi compa me rogaron que siguiera explorando. Era su juego favorito y yo, su fiel compa?ero, estaba listo para hacer mi parte. Incluso si me dieran la opción de resistirme, no podía imaginarme rechazándolo. Cualquier cosa con tal de ver su “sonrisa”…
El túnel más allá de la puerta era un espacio angosto, obligándome a agachar la cabeza para no golpearme. Este lugar no había sido construido para gente como yo pero, afortunadamente, sólo medía veinte pasos a lo mucho. Y al final, atornillada a la pared de piedra, una escalera oxidada se perdía en el abismo.
?Por qué insistían tanto en construir túneles subterráneos? Estúpidos daearannúnes y su estúpido amor por los estúpidos agujeros.
Crucé hacia el abismo, pero mis pulmones se contrajeron tras el primer paso. No fue una entrada grandiosa, sino más bien una caída lastimosa. El aire me presionaba. Un paso. Mi corazón latía frenéticamente contra mi pecho. Más cerca ahora. La oscuridad palpitaba como un latido que ahogaba mis pensamientos. Otro paso. No había vuelta atrás. Las paredes se estaban cerrando—
—Curiosidad, compa —dije, tratando de evitar pensar en esto—, ?qué le dijiste al bebé?
—Su mente quería correr; su corazón, ser escuchado. Sólo la ayudé a decir una palabra; los cimientos.
—Eres todo un pan de los dioses, compa —bromeé—. ?Cuál fue la palabra?
—Sandu.
De todas las cosas que podría haber dicho...
Mi corazón se apretó en mi pecho, bloqueando el llanto que se atoraba en mi garganta. Era un bulto de lágrimas no derramadas que me impedía respirar, como si me hubieran sumergido en el muelle. Irónico.
Este espíritu tontuelo siempre sabía qué decir para sacarme del juego.
—N-no... —dije, mi voz temblorosa mientras descendía—, no sabrán lo que significa. Si lo sabes, ?no?
—En su confusión, se preguntarán QUé es. Los observaré cuando suceda.
Cuando alcanzamos el final de la escalera, me sorprendió lo enorme de los acueductos.
Me había imaginado estrechos túneles y corrientes poco profundas que fluían a través de pasajes apretados. En cambio, las bóvedas de arcilla eran más altas que cualquier edificio en el Muelle e incluso más que la mayoría en el Octante. Los pasillos, hechos de basalto y grava, mostraban grabados de siglos atrás.
Y el agua, ?dioses, el agua!
En lugar de aguas negras y mierda corriendo bajo la ciudad, las aguas en estos túneles eran completamente cristalinas, como las de un manantial escondido en la monta?a más remota. La luz que emanaba del fondo, producto de los ingenieros kefnforianos que habían instalado lámparas bajo el agua, le daba a estos canales subterráneos un aire tanto inquietante como espectacular.
—Gracias por mostrarme este lugar, compa.
Curiosidad se posó alrededor de mi cuello, enroscándose en silencio como lo haría una serpiente dormida. Su respiración intermitente, aunque fuera sólo una ilusión, me llenaba de tranquilidad a medida que caminábamos por estos maravillosos canales de agua y luz.
Avanzamos por los acueductos a paso ligero. Mi compa?ero me guiaba con instrucciones simples, susurrando "izquierda" o "derecha" cada vez que topábamos con una intersección. Esa se había vuelto su costumbre desde que lo rescaté en Azmaelan. Le gustaba ayudar a su propia manera.
Quizás atraídos por la influencia de Curiosidad, otros espíritus se unieron a nuestra aventura bajo tierra.
Fragmentos de Valentía nadaban en las aguas cristalinas, llevando en sus escamosas espaldas a los coyotes en llamas que representaban Lealtad. Corriendo entre y a través de mis piernas, varios espíritus de Propósito —con las formas de adorables oseznos en lugar de las descomunales bestias de las monta?as— perseguían juguetones a un ramo de colibríes incorpóreos, la forma favorita de Paciencia.
Por el camino también habíamos recogido a un peque?ín de Tristeza que jalaba de mis pantalones a la vez que lloraba por una tragedia desconocida. No tuve corazón para abandonar a la cosita, tan angustiada como estaba, así que le dije que nos acompa?ara. Cual ni?o revoltoso, decidió trepar por mi espalda y se sentó en mi cabeza para acicalarme. Curiosidad trató de decirle al peque?o chango invisible que no había piojos que comer, pero no le hizo caso.
Tras navegar los túneles por un buen rato, Curiosidad me hizo saber que habíamos llegado a nuestro destino. Era otra escalera, más nueva que las demás, y terminaba en algún tipo de trampilla en el techo.
—?QUé hay al otro lado? —preguntó Curiosidad. Me molestó un poco la aparente ignorancia del espíritu considerando que él me trajo aquí. Aunque, siendo justos, yo también me moría de ansias.
—Solo hay una forma de averiguarlo.
La trampilla, afortunadamente, estaba abierta. Era un poco más pesada de lo que aparentaba, pero no fue nada que un buen empujón no pudiera resolver. Al poco tiempo, ya estaba al otro lado.
Tal como Curiosidad había prometido, llegamos a algún tipo de fábrica o almacén. Era la primera vez que había entrado en un lugar así.
El interior del edificio era un laberinto de metal oxidado: pasarelas elevadas bordeaban la parte superior, conectadas por escaleras que descendían a enormes jaulas que más bien parecían prisiones para monstruos de tuercas, engranajes, tubos y pistones. Estas máquinas llenaban el aire con un silencio opresivo; la ausencia de ruido era más ensordecedora que el zumbido que debía estar ahí. Flanqueando las jaulas, incontables cajas de madera se apilaban sin ton ni son, formando pasadizos sinuosos que terminaban en callejones sin salida.
En el extremo opuesto, colgando como frutos a punto de caer, grandes bolsas goteaban un líquido oscuro y viscoso sobre el suelo. No era sangre, ni baba. Mucho menos agua. El olor a aceite, probablemente de arenque, lo delataba. Más que una simple bodega, esto era una empacadora o una extractora.
Pero el verdadero espectáculo estaba junto a la trampilla por donde entré.
Escondido entre pilas de cajas y barriles rotos, había algo que solo podría describirse como una “morada improvisada”. Junto a los grandes ventanales —los cuales habían sido cubiertos torpemente con telas roídas— había un viejo catre enterrado bajo ropas andrajosas, orines, ratas muertas y charcos de sangre. Varios tablones viejos y clavos oxidados sugirieron que nuestro misterioso residente trataba de esconderse del sol. Por otra parte, los fragmentos rotos de un espejo contaban la historia de un forcejeo o, tal vez, de un hombre que no soportó ver su rostro transformado.
No necesité oler las botellas de whiskey, del barato por cierto, para saber que se trataba de nuestro buen amigo Elian. El Deshecho. El Podrido. El caso perdido.
Pero la pregunta era, ?qué estaba haciendo aquí y quién más sabía de este lugar?
—Hay una mu?eca —dijo Curiosidad, flotando de mi hombro hacia la cama—. ?Puedes ver sus recuerdos?
Me acerqué y tomé la mu?eca. Era un peque?o juguete cuyo cuerpo estaba hecho de un hilo blanco, un vestido verde tejido torpemente y cabello amarillo pegado con engrudo casero. Este juguete no había sido comprado en un bazar o en una tienda elegante; era la obra de una ni?a, hecho con lo poco que tenía a la mano.
—?Crees que esta mu?eca...?
—La hija —dijo. No era una respuesta definitiva. Era la pregunta que no me había atrevido a hacer—. Usa tu don para verlo, amigo.
El espíritu tenía razón. Si usar magia era mi mejor opción para encontrar a Elian, tendría que arriesgarme. Al carajo las consecuencias.
Respiré hondo y cerré los ojos. Usar mi don, como lo llamaba Curiosidad, era tan natural como escuchar los latidos de mi corazón. Solo hacía falta concentrarse.
Una a una, las luces comenzaron a aparecer dentro de mi mente, y luego, dentro de mi visión. Las luces danzaban y parpadeaban a mi alrededor hasta tomar forma: las Hebras, aquellas líneas invisibles que nos conectaban a todos. Objetos, espíritus, humanos e incluso a las cosas más allá de las estrellas.
Y vaya que el lugar estaba lleno de ellas. Conexiones de aquellos que habían trabajado aquí en el pasado, de los que vendrían después, e incluso de aquellos que ya no estaban, extirpados por la Historia.
Encontrar la línea correcta fue fácil ya que únicamente había un peque?o hilo surgiendo desde el camastro, y solo pude imaginar a un hombre durmiendo en ese lecho. Tan miserable como lo había pasado, ese hilo invisible conectaba a Elian a un recuerdo que, con suerte, me ayudaría a encontrarlo. Y tal vez, a ayudarlo.
Tras tocar la Hebra —esa cosa tan frágil y endeble— el mundo entero se detuvo. El viento susurrante fue silenciado, los latidos de las bestias que se escurrían bajo mis pies se congelaron e incluso el tiempo mismo contuvo el aliento. El insólito evento duró no más de un instante, pero mi corazón se agitaba como si hubiese vivido una eternidad.
Tras recobrar todos mis sentidos, un calor tenue emanó de mis ojos; la magia había funcionado.
Una escena de apariciones irreales e imágenes parpadeantes tomó forma a mi alrededor, como un fantasma grabado en un retrato; atrapado en un solo instante. Era un recuerdo o una emoción momentánea que provocó ondas en este lugar, dejando tras de sí un espectro—no, una falla en lo que cada persona consideraba como “real”.
Ese era mi poder, el “don” de percibir y observar la esencia más pura del alma. Ver los Ecos.
El primer Eco, una aparición defectuosa y fragmentada, saltó desde el catre al espacio junto a las ventanas. Era la silueta de un hombre —Elian— sujetando una botella en una mano y la mu?eca de estambre con la otra. Sus extremidades parpadeaban erráticamente a la vez que sus ojos destellaban con colores innombrables, dejando tras de sí tenues rastros de estática como la que queda tras el golpe de un trueno.
El Eco de Elian se abalanzó hacia adelante, con espasmos que se detenían con una brusquedad imposible. La imagen se repetía constantemente, atrapada en un bucle, pero con algo diferente tras cada repetición. A veces sostenía una botella, a veces una rata, y otras, no sostenía más que su cabeza incorpórea entre las manos.
Pero esas menudeces eran triviales. La conexión, el elemento en común, era lo único que importaba: Elian había sido azotado contra el espejo.
La Hebra se tensó cuando extendí la mano para tocar la siguiente parte. La conexión se estaba debilitando y la tensión podría romperla. Una Hebra rota era una conexión perdida, olvidada en la nada. Tenía que ser rápido.
Nuevos Ecos aparecieron frente a mí. Elian no había estado solo. Un segundo fantasma parpadeó con destellos turbulentos antes de lanzarse contra Elian, arma en mano. Los rasgos del agresor se deformaban; desaparecían repentinamente para reaparecer al siguiente instante, cambiadas y torcidas. El maldito centelleo no me permitía reconocer al atacante.
Dejando mi frustración atrás, me enfoqué en la constante: un trozo del espejo había atravesado el rostro del agresor, dejando una gran cicatriz. Si seguía con vida probablemente estaría sangrando a raudales cuando huyó del edificio. Tristemente, al pobre Elian no le había ido mejor. Lo habían apu?alado con algún tipo de daga o cuchillo.
Había una Hebra más saliendo del arma. Sabía que estaba arriesgando mucho al seguir estas líneas, pero si una de ellas podía llevarme a Elian—
—?Abre ya las malditas puertas! —gritó alguien fuera del almacén—. Debemos mover la carga. órdenes de la jefa.
Los gritos me sacaron del trance, disipando los Ecos a mi alrededor.
Eché un vistazo a través de la ventana, haciendo mi mejor esfuerzo para que no me vieran. Había al menos veinte hombres, todos con máscaras blancas y lisas, y todos iban armados con revólveres y espadas. Uno de los hombres —asumí que era al que le habían gritado— hurgaba frenéticamente en un llavero enorme. Estaba parado justo en la entrada principal, la que, para mi mala suerte, tenía una vista perfecta a donde yo estaba.
Carajo.
La empacadora o extractora o lo que fuera no me ofrecía muchas opciones dónde esconderme. Los barriles no eran lo suficientemente grandes para meterme dentro, y las cajas estaban apiladas en hileras simples que no me cubrirían. Bastaría con que uno de los enmascarados girara la cabeza unos centímetros a la derecha para que mi escondite fuera descubierto. Incluso las plataformas superiores, suponiendo que pudiese subir sin hacer ruido, estaban llenas de rendijas que me dejarían expuesto.
No. Mi mejor opción eran los acueductos. Si lograba abrir la trampilla y cerrarla sin mucho estrépito, tal vez podría escabullirme antes de que—
De pronto, alguien me arrastró hacia el fondo del edificio. El tipo —estaba seguro de que se trataba de un “tipo”— me sujetó con tanta fuerza que no pude ni moverme. De espaldas como estaba y con sus sucias garras tapando mi boca, sólo pude ver de reojo que llevaba la misma máscara blanca que los bravucones de afuera.
—Estás muerto si haces el mínimo ruido —me dijo el hombre enmascarado mientras me empujaba a una peque?a bodega—, ?me oyes, portador?