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La carga del cazador.

  Los cascos del caballo golpeaban el suelo yermo con una paz que a Ludan le parecía abrumadora.

  El sol comenzaba a ocultarse a lo lejos, y sus rayos agonizantes quedaban rezagados bajo las cumbres de Umbrafuego, que separaban aquel desierto plano de los ricos valles de Anen.

  Su compa?ero de caza parecía mucho más tranquilo, tanto interior como exteriormente, mientras montaba su enorme alce café de cuernos descomunales.

  ?Sabe manejar las apariencias. Nadie se imagina que yo podría doblegarlo sin esfuerzo, pero en un país de hombres, fingir que el elfo que te acompa?a es más débil que tú resulta una decisión inteligente.?

  Mientras seguían trotando en silencio, producto del cansancio de un día de cacería, Ludan siguió pensando en el vacío interior que crecía en su pecho como un tumor durante los últimos meses. Todo por una elfa. Siempre era una chica.

  Envidió de nuevo a Sarric, el humano que encabezaba la marcha, y la forma sencilla en que endurecía su corazón.

  —No es que sea malo. Bueno, en realidad sí lo soy. Pero mira a tu alrededor, hermano —le había dicho unos días antes, cuando aún estaban en lo profundo del desierto seco, donde abundaban las bandas de orcos—. Estamos en un mundo de alima?as. O eres el depredador, o eres la presa.

  Ludan era un depredador en toda regla, un elfo curtido con varios siglos de vida. Pero el vacío en su interior seguía allí.

  Mientras avanzaban en la oscuridad, que absorbió el mundo al cabo de un rato, Ludan siguió observando las cumbres cada vez más grandes de la cordillera, que marcaban el fin de aquel mundo desolado y cubierto de polvo.

  ??Qué diablos me pasa? Hace más de quince a?os que no la veo. No puede ser ella la que me esté causando esta infelicidad. ?Será algún tipo de brujería? Imposible, tengo el orbe antimagia; nadie puede invocar hechizos que me afecten desde la distancia…?

  No, aquello debía ser una factura que el Ojo del Mundo le pasaba por la maldad desbocada en el pasado. Pero le parecía absurdo. ?Cómo el mundo le iba a dar aquellos poderes, si no eran para ser usados, y más contra criaturas tan viles como los orcos?

  —Será mejor que nos demos prisa, hermano —dijo al fin Sarric, esperando a que el elfo lo alcanzara—. Sé que estás tan rendido como yo, pero el tiempo es nuestro mejor aliado. Será mejor tomar el camino que atraviesa el bosque antes de que salga el sol y los ojos de los espías comiencen a observar los alrededores.

  —También nos estarán observando desde las sombras. No tiene caso correr.

  —?Qué pasa contigo? ?Acaso nuestro elfo oscuro ahora es un anciano que no se puede permitir una jornada completa?

  —?De qué diablos hablas?

  —Te conozco, Ludan. Llevamos más de cinco a?os cazando monstruos juntos. Cuando no estás afilando tu espada o tu pu?al, estás hablando de lo maravilloso que eras en tus épocas de corsario, o de lo genial que luchaste en la Guerra de las Tres Flotas, aunque tu pueblo haya obtenido una derrota aplastante. Pero los últimos días estás callado, y ni siquiera en los combates contra los orcos veo ese brillo en tus ojos, como si todo te pareciera demasiado fácil —el vampiro suspiró—. Como si no tuvieras alma.

  El elfo miró al suelo mientras su caballo seguía avanzando entre el polvo, indiferente a sus problemas. Tenía la esperanza de que gracias a la oscuridad Sarric no se percatara de su lenguaje corporal, el de alguien que ha sido derrotado, sin más. Pero era inútil: los vampiros tenían la visión nocturna tan desarrollada como la de los elfos nocturnos, si no más.

  —No es nada, hermano. De verdad. Tal vez siento que me estoy haciendo viejo, y no sé si quiero terminar mis días matando bandas de orcos que reptan en el desierto.

  El humano parecía querer decirle algo, pero al final calló y volvió a su posición en la parte delantera de la formación.

  ?Tal vez es eso. Tal vez estoy cansado de acabar con orcos inocentes. ?Qué sentido tiene obtener oro sólo por obtenerlo, y matar por el mero placer de matar??

  Como la mayoría de los elfos a lo largo y ancho del mundo, Ludan despreciaba a los orcos: para él no eran más que cerdos de dos patas con fuerza desproporcionada, sed de sangre y saqueo. Eran alima?as creadas por el universo para mantener el equilibrio. Pero era consciente de que él mismo se había convertido en lo que más despreciaba.

  Allí a donde iba, en sus casi quinientos a?os de edad, Ludan mataba orcos por puro placer, como una plaga. No era la única raza que enfrentaba, pero sin duda era la que más puntos de experiencia por muerte le había dado. También había matado muchos hombres, seres lagarto, tritones y todo tipo de bestias, hasta dragones, pero no había nada como matar orcos.

  ?Hasta hace unos días —pensó, mientras veía la imponente pared monta?osa de Umbrafuego frente a él, como un gigante mitad negro y mitad gris que lo juzgara por sus pecados—. A ese ritmo, no tardaremos en volver al camino imperial de Anen, que cruzaba el país de este a oeste. Lo único bueno de todo esto es que al fin saldré de esa estepa desolada. Maté a un orco bebé, y desde entonces esta pesadumbre crece en mi pecho. Sí, era un bebé, pero era una cría de maldito orco. ?Por qué diablos me siento así??

  Tal como lo predijo el vampiro, llegaron al interior de Anen y consiguieron esconderse del sol en un camino alterno al principal, que estaba cubierto de árboles.

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  Avanzaron todo el día, y poco antes de que la noche volviera a cubrir el país imperial, los dos compa?eros se detuvieron en un claro tranquilo, donde sus monturas empezaron a pastar con parsimonia, mientras ellos calentaban en una fogata un poco de carne de vaca, que llevaban días sin probar.

  —Escucha, siento haberte molestado con el asunto de tu actitud anoche… pero me preocupa. Sé que los elfos son criaturas taciturnas, pero en el combate hacemos un buen equipo, y la verdad es que nuestra sociedad ha sido rentable hasta ahora… No quiero perder tiempo buscando a un nuevo compa?ero de aventuras.

  —Está bien, viejo inútil. Todavía soy muy joven, y una depresión pasajera no me va a retirar del juego. Sólo una flecha mágica clavada en mi corazón o un tajo lo suficientemente rápido como para cortar mi cabeza sin que yo me percate del asunto podrían acabar con nuestra sociedad.

  El elfo sacó de uno de los bolsillos de su pantalón de cuero un diente rojo, grande como una libélula.

  —Además, creo que esta vez sí que nos va a alcanzar para mejorar el equipo, antes de volver a internarnos en el desierto —continuó, mientras se fijaba en el objeto en su mano, un diente de alto orco, los más difíciles de obtener, no sólo porque ningún aventurero quería dirigirse a lo profundo de la estepa occidental, sino por lo complicado de la gesta. Los orcos de piel roja eran los más feroces.

  —Yo en tu lugar no me haría ilusiones —respondió el vampiro con indiferencia, mientras cortaba su lomo y lo masticaba por partes de forma metódica—. Si bien es cierto que hemos obtenido tanto botín como nunca, la guerra en el sur se está prolongando más de lo esperado, y no es de extra?ar que los mercaderes no tengan oro para comprar nuestro hermoso botín.

  Ludan suspiró. Aquello era cierto. Los dientes de orco eran prácticamente la única parte rentable que se podía recoger después de asesinarlos, aparte de su equipo y la experiencia que entregaban de manera intrínseca. Pero eran objetos caros, y no siempre había magos que los necesitaran para mejorar sus equipos o hechizos.

  —En ese caso, lo mejor será enlistarnos e ir hacia Ixtul para concretar la invasión. Estoy seguro de que el imperio pagará muy bien por nuestras habilidades… peligrosas.

  —Es probable que tengamos que hacerlo. Pero volviendo al otro asunto… ?de verdad estás bien? Pienso que estás empezando a so?ar de nuevo con aquella tipa. Lo mejor es que la olvides. En este mismo momento, debe estar limpiando la suciedad de las pelotas de algún se?or corsario con su hermosa lengua, la misma que usó para embaucarte y traicionarte —dio otro bocado a la carne bien asada—. Estamos a un día de Xelax, donde no sólo está el mercado, sino aquella casa de citas donde siempre nos esperan nuestras queridas… amigas. Vamos a divertirnos un poco.

  En efecto, poco antes del mediodía del siguiente día, llegaron al poblado intermedio de Xelax, una de las últimas ciudades del oeste, lo que indicaba que poco a poco estaban regresando a la civilización.

  Los compa?eros pasaron buena parte de la tarde haciendo los trámites de rigor: vendiendo el botín por el que, en efecto, les dieron mucho menos que la última temporada, aunque más que suficiente para cubrir los gastos de pertrechos y maná, guardar algo de calderilla en el banco local y dejar a las bestias a salvo en una casa de monturas.

  Cuando iban caminando por la plaza principal, sin embargo, vieron una peque?a batalla, algo que jamás habían pensado ver en el corazón de una ciudad Aneita.

  ?No es una batalla, es una masacre? —pensó Ludan, mientras veía a un grupo de paladines propinando tajos fuertes y embestidas de sus corceles acorazados a los indefensos aldeanos.

  Sarric contuvo al elfo de interferir en la refriega, tomándolo con fuerza del hombro en cuanto leyó sus intenciones.

  —Por favor, Ludan. Son tropas del emperador. Sea lo que sea que esté ocurriendo aquí, está fuera de nuestros asuntos.

  El elfo se contuvo, aunque algo le decía que debía ayudar a los desprotegidos. A pesar de todo, se quedó entre el público, que se congregaba alrededor de la plaza.

  Uno de los hombres que no había sido asesinado, y estaba encadenado junto a otros infortunados a uno de los postes de madera, no paraba de gritar.

  —?Maldito infeliz! Te crees mucho porque el emperador te dio una espada y unos cuantos puntos de experiencia. Pero eso no te da derecho a que nos quiten lo poco que obtenemos con nuestro sudor. Todos los días nos levantamos a arar nuestros campos de sol a sol, para que a fin de temporada vengan un grupo de rateros acorazados a robarnos lo que nos pertenece…

  Un tajo silenció al tipo al fin. Quien lo ejecutó fue un hombre que parecía líder entre los demás soldados, a juzgar por su semental y los ornamentos de su armadura.

  —Ya ven lo que le pasa a los rebeldes, buena gente de Xelax —dijo el hombretón, dirigiéndose a la multitud—. Nuestro emperador se preocupa por la seguridad de todos sus súbditos, y solo pide a cambio unas cuantas monedas de oro. ?De verdad prefieren morir a causa de la mezquindad?

  Un murmullo de voces recorrió la plaza, pero nadie se atrevió a responder ni una palabra al hombretón, que siguió hablando.

  —En este momento, nuestro sabio rey quiere imponerse sobre los sure?os de Ixtul, lo que pronto nos dará recursos de sobra para disminuir los impuestos… pero ahora los necesitamos a ustedes, nuestra gente. Paguen sus impuestos, y la corona los cuidará.

  ?Ni que lo digas?.

  Aquella escena sólo sirvió para que las náuseas de Ludan aumentaran, pero, como un domador de fieras curtido, su compa?ero lo alejó del lugar para llevarlo a la casa de placer.

  —Como te venía diciendo, eso no es asunto nuestro. El emperador cobra lo que tiene que cobrar para aumentar sus dominios imperiales, y nos permite a mercenarios como nosotros ganarnos la vida de un modo divertido, siempre que aportemos nuestra parte, que está escrita en los libros contables. Lo último que queremos es una orden de detención que nos relegue al desierto, a menos que te guste el polvo más que las mujeres.

  El lugar estaba tal como el elfo lo recordaba desde la última cosecha. Humanas, elfas y hasta chicas lagarto que no tenían nada que envidiarle a las demás se pavoneaban con faldas cortas por el lugar, mientras los bardos cantaban y las posaderas, también hermosas, recorrían la sala común con las jarras de cerveza espumosa.

  —Pero si es el caballero errante. ?Cuánto tiempo, guapo!

  Ludan sintió una punzada de temor en el estómago al escuchar la voz que tanto le recordaba a la de ella… hasta que recordó a quién pertenecía realmente.

  Era una humana de cabello oscuro, que no tenía nada que envidiar a ninguna elfa. Hermosa como la risa de un bebé… y mala como la noche.

  —Hola, preciosa.

  —Creo que podemos saludarnos como la última vez. Si me permites, se?or vampiro, robaré a tu amigo un buen rato.

  —Adelante, hija. Lo necesita con urgencia.

  La mujer lo condujo a su habitación en la posada, un cuarto peque?o y sencillo con un espejo y una cama en la que habían estado cientos, no, miles de hombres.

  Aún así, el elfo se entregó a los placeres de la carne por un rato… y por aquel maravilloso rato olvidó el vacío en su interior. Aunque no la olvidó a ella. En cada rostro que besaba, en cada rostro que veía, su rostro aparecía como un hechizo.

  ?Te encontraré, y volverás a ser mía, Xyrna. Lo juro por la diosa.?

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